lunes, 14 de marzo de 2011

No me importan las personas
Por Román Podolsky
Marzo de 2011

Cuando el actor pasa a contarnos algo, tomamos nota de sus palabras. Registramos lo más fielmente posible su manera de decir, las palabras que utiliza y cómo las combina.

De este modo, papel y lápiz en mano, nuestra atención se centra en los dichos y por lo tanto la persona del actor que habla, sus circunstancias, su historia, quedan preservadas en un más allá de nuestra atención.

Porque no es una interpretación de su devenir como persona lo que estamos intentando hacer. Todo aquello que dice ser, o que dice haber vivido, sentido o pensado nos interesa sólo en la medida en que todo ello está hecho de palabras y son las palabras, su uso, su articulación particular, aquello que sí vamos a escuchar.

En suma, no nos interesan los contenidos que se narran, o las significaciones, valores, opiniones que se desprenden de ellos. Y no nos interesan sencillamente porque forman parte de una dimensión del lenguaje que nosotros intentamos trascender: la de la voluntad de decir.

Todas las significaciones que pretendemos comunicar con nuestro discurso cuando hablamos forman parte de esta voluntad de transmitir algo y suponen convenciones que determinan la relación entre nosotros, lo que decimos y aquellos que nos escuchan. Estamos en la dimensión de la persona que cuenta sus cosas, sean éstas hechos, pensamientos o emociones y que cree fervientemente en el poder representativo de la palabra. (Esto es: que lo que digo soy yo. Que lo que digo es igual a mí. Que hay una identidad entre lo que quiero decir, lo que digo y lo que soy).

Pero, cuando a través de una escucha atenta, trascendemos los contenidos de lo que se está diciendo y nos concentramos en la forma en que son dichos, más aún, cuando escuchamos las palabras en toda su crudeza, más allá de las circunstanciales suposiciones de sentido que soportan, la persona que enuncia se desvanece como tal y pasa a un segundo plano en relación al lenguaje que la atraviesa.

Cuando la convención comunicacional trastabilla, no es la persona la que habla, sino el lenguaje mismo, a través de ella. Es así que en nuestro trabajo, la persona es mucho menos interesante que el lenguaje del que está hecha.

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