miércoles, 19 de septiembre de 2012


El camino a la absoluta ignorancia
Por Román Podolsky
Septiembre 2012

La crítica de la representación en el teatro cuenta a esta altura de los tiempos con una larga trayectoria. En nuestro medio, entre otros, se pueden contar los trabajos de Javier Daulte y Rafael Spreguelburd, quienes en sus estructuras dramáticas se preocupan menos por la representación de contenidos que por el puro juego de unas reglas que definen procedimientos determinados.

En el extremos de esta corriente podemos ubicar ciertos trabajos performáticos,  que se encuentran más allá de la representación, como algunas de las obras de Lola Arias, emparentadas al formato propio de las conferencias.

En cualquier caso, lo que parece estar en crisis por estos días es el modo de representar la realidad.  Quienes se sienten tocados por esta crisis no se conforman con estructuras dramáticas en las que dicha representación se organiza alrededor de un principio de identidad que es amenazado y que vuelve finalmente a su estado de equilibrio, como consecuencia de la acción central de los protagonistas.

Este modo de representación parte de una concepción racional de la misma, entendiendo por racional un ajuste entre causa y consecuencia, una linealidad que inexorablemente conduce hacia el futuro, hacia el progreso y hacia la afirmación de las certezas predominantes.

La representación así entendida depende de un sujeto que no solo se conoce a sí mismo sino que cuenta con su propia voluntad para desplegarse en el mundo, sometiéndolo según sus deseos y necesidades.

El lenguaje aquí es un instrumento de esa voluntad. Las palabras son representantes de lo que el sujeto quiere, puede y sabe hacer con el mundo.
No hay fractura entre la expresión de esa voluntad y su realización efectiva.

Las obras que surgen de esta forma de pensamiento expresan planes perfectos, que se saben de antemano y que ofrecen al espectador la ilusión de un mundo ordenado y bajo control, donde las cosas del mundo y de los hombres finalmente se resuelven, más allá de algún que otro sobresalto.

Desde principios del siglo XX y hasta nuestros días esta modo de pensar y representar viene siendo cuestionado no solamente en el teatro y en el arte en general sino también en el ámbito más universal de nuestra cultura occidental.

El psicoanálisis, por ejemplo, puso en cuestión el dominio pleno de la conciencia en relación al comportamiento humano. El trabajo que Lacan hizo al articular los desarrollos semiológicos de Saussure con los aportes freudianos, abrieron el campo a un uso diferente del lenguaje, más allá de su dimensión comunicativa en la que el yo se expresa.

En efecto, al resguardo de esta dimensión, las palabras representan al yo que habla, permitiéndole sostener la ilusión de que está siendo entendido por el otro.
Las palabras son embajadores del yo que viajan hacia el otro para reconocerse.

En nuestro trabajo nos proponemos alentar una ruptura entre las palabras y su pretensión representativa del yo. En otros términos, diferenciamos lo que el actor quiere decir –como dimensión propia de su voluntad- de lo que efectivamente dice, o sea, sus dichos, en los que quedan incluidos aquellos términos que no se esperaban decir.

El material para producir dramaturgia surge como efecto del uso de este procedimiento de ruptura.  La palabra, al quedar liberada de su referencia de origen, al quedar libre de su carga representativa, abre la posibilidad de una dimensión singular del lenguaje, en el que su utilización ya no depende tanto de la comunicación sino más bien de la satisfacción que provoca decirla.

Las palabras, las frases así surgidas, constituyen el material inédito, inesperado, una posibilidad de efectuar un aporte singular al tema alrededor del cual giran.
Pero esto ya no dependerá únicamente del registro de la palabra imprevista.
En ese sentido, diríamos que este procedimiento nos asegura simplemente la posibilidad de ubicarnos en el camino de la creación, que no es otro que el camino que conduce a la absoluta ignorancia.