miércoles, 20 de octubre de 2010

Artaud harto de la palabra (pero no tanto)
Por Román Podolsky
Octubre de 2010


Hace tiempo que vengo reconociendo en mi trabajo con los actores una dimensión del lenguaje que no es la meramente comunicativa. Por medio de la asociación y del extrañamiento de las palabras surgidas en la improvisación, encontramos un modo de poner en duda los supuestos significados implicados en ellas. Al quitar de las palabras su valor convencional, al poner entre paréntesis su funcionalidad como instrumento para transmitir las manifestaciones de la voluntad, lo que queda es un uso particular, una forma singular de hacer uso de la palabra y del lenguaje que excede la dimensión comunicativa. Lo que aparece, en suma, es el lenguaje hablándose a sí mismo a través de nosotros.

En El teatro y su doble, Antonin Artaud manifiesta su voluntad de trascender la dimensión puramente convencional del lenguaje teatral. Aunque esta trascendencia es concebida de una forma mística y religiosa, vale la pena tomarla en cuenta como un antecedente muy valioso en el camino de ampliar la comprensión del lenguaje. Así, Artaud comienza proponiendo

… abandonar el significado humano, actual y psicológico del teatro, y reencontrar el significado religioso y místico que nuestro teatro ha perdido completamente. (1)

O sea: una invitación a exceder, a traspasar la dimensión consciente, comunicativa y convencional del teatro. Para este artista, la superación de la cristalización y la previsibilidad del teatro implican reencontrar un significado religioso y místico, cuya concreción depende, para Artaud, de la posibilidad de extraer las consecuencias poéticas extremas de los medios de realización del teatro.

Artaud señala que dicha extracción implica hacer una metafísica en acción con ellos (por oposición al teatro de caracteres y conflictos psicológicos) y en particular, al referirse al lenguaje hablado -que es lo que aquí nos interesa especialmente- afirma que

Hacer metafísica con el lenguaje hablado es hacer que el lenguaje exprese lo que no expresa comúnmente; es emplearlo de un modo nuevo, excepcional y desacostumbrado, es devolverle la capacidad de producir un estremecimiento físico, es dividirlo y distribuirlo activamente en el espacio, es usar las entonaciones de una manera absolutamente concreta y restituirles el poder de desgarrar y de manifestar realmente algo, es volverse contra el lenguaje y sus fuentes bajamente utilitarias, podría decirse alimenticias, contra sus orígenes de bestia acosada, es en fin considerar el lenguaje como forma de encantamiento. (2)

Más allá de la terminología teñida de misticismo que utiliza Artaud, la cual eventualmente podría discutirse, lo que nos importa aquí es la afirmación de una materialidad del lenguaje capaz de producir efectos en el cuerpo y de ocupar un lugar en el espacio. Una concepción del lenguaje que va más allá de su función utilitaria ligada a la necesidad (“alimenticia”) y que se vuelve capaz de expresar lo concreto y real de la vida, trascendiendo cualquier encapsulamiento impuesto por la condición humana. El lenguaje vuelto contra sí mismo a fin de hacer estallar sus convenciones y sus usos más comunes. El lenguaje como una potencia capaz de señalar algo más vital que el sentido. En fin, el lenguaje en su imposible e infinita relación a lo Real.

Es cierto que Artaud, motivado por su experiencia como espectador del teatro balinés y del teatro oriental en general, buscó tomar distancia de la primacía que el lenguaje hablado tenía en el teatro de su tiempo. En efecto, Artaud soñaba -y practicaba- un teatro opuesto a la mera representación de conflictos sociales y psicológicos en los que la palabra quedaba subordinada a la unilateralidad de las convenciones establecidas.

Pero aún así Artaud no niega en sus escritos lo que él llama “poderes metafísicos” de la palabra, entendiendo este poder como una capacidad particular de la palabra para discriminar en los hechos lo meramente aparente respecto de lo universal.
Señala Artaud:

(…) no es imposible concebir la palabra, como el gesto, en un plano universal, plano, por otra parte, donde es más eficaz la palabra, como fuerza disociativa de las apariencias materiales y todos los estados en que el espíritu se haya estabilizado y tienda al reposo.

Pero, aclara, no es esto lo que sucede en el teatro occidental, donde

(…) no se emplea la palabra como una fuerza activa, que nace de la destrucción de las apariencias y se eleva hasta el espíritu, sino al contrario, como un estado acabado de pensamiento que se pierde en el momento mismo de exteriorizarse (3)

Subrayamos aquí -es lo que nos interesa, lo que orienta también nuestro trabajo con los actores- el poder de la palabra para ir más allá de las apariencias que ella misma, en su dimensión comunicativa, genera.

Poder que, a los efectos del trabajo de dramaturgia de actor que llevamos adelante, resulta de un valor insoslayable a la hora de discernir de todo lo que se dice, lo que merece ser escrito.

Referencias:
(1) Artaud, Antonin, El teatro y su doble. Editorial Edhasa. Página 50.
(2) Op.cit. Páginas 49/50.
(3) Op.cit. Página 79.

lunes, 18 de octubre de 2010

Roland Barthes
Acerca de la Significancia

Extraído del artículo “ Texto (Teoría del)” compilado en el libro “Variaciones sobre la escritura”, Paidós Comunicación. Páginas 144/145

“Podemos atribuir a un texto una significación única y en cierto modo canónica (…) el texto se trata como si fuese depositario de una significación objetiva, y esa significación aparece como embalsamada en la obra-producto. Pero en cuanto el texto se concibe como una producción (y ya no como un producto), la “significación” deja de ser un concepto adecuado. Cuando el texto se concibe como un espacio polisémico en el que se entrecruzan varios sentidos posibles, (…) cuando el texto se lee (o se escribe) como un juego móvil de significantes, sin referencia posible a uno o varios significados fijos, es preciso distinguir claramente la significación -que pertenece al plano del producto, del enunciado, de la comunicación- del trabajo del significante, que, por su parte, pertenece al plano de la producción, de la enunciación, de la simbolización: a este trabajo se le llama significancia.

La significancia es un proceso durante el cual el “sujeto” del texto, al escaparse de la lógica del ego-cogito e inscribirse en otras lógicas (la del significante y la de la contradicción) forcejea con el sentido y se deconstruye (“se pierde”); por lo tanto, , la significancia -y esto es lo que la distingue inmediatamente de la significación- es un trabajo, no el trabajo a mediante el cual el sujeto (intacto y exterior) trataría de dominar la lengua (por ejemplo, en el trabajo de estilo) sino ese trabajo radical (no deja nada intacto) a través del cual el sujeto explora cómo la lengua lo trabaja y lo deshace en cuanto entra en ella (en lugar de vigilarla): es, si se quiere, “el sinfín de las operaciones posibles en un campo dado de a lengua”. La significancia, por tanto, contrariamente a la significación, no se puede reducir a la comunicación, a la representación, a la expresión: coloca al sujeto (del escritor, del lector) en el texto, no como proyección, ni siquiera fantasiosa (no hay “transporte” de un sujeto constituido), sino como “pérdida” en el sentido que esta palabra puede tener en espeleología); de ahí su identificación con el goce; mediante el concepto de significancia, el texto se vuelve erótico (por lo tanto, por ello, no necesita de ningún modo representar “escenas “ eróticas).”

viernes, 8 de octubre de 2010

Dramaturgia de ignorantes
Por Román Podolsky
Octubre de 2010

Hay una dramaturgia que se orienta por el principio de que las palabras que dicen los personajes están motivadas por la intención de alcanzar un objetivo determinado. Los dichos y las acciones de los personajes se orientan a lograr en la escena aquello que les dicta su voluntad. Al enfrentar personajes de voluntades opuestas, esta dramaturgia produce una estructura de fuerzas enfrentadas en relación a un objeto de conflicto determinado.

Consecuentemente, el trabajo del actor implica, desde esta perspectiva, desentrañar las intenciones de los personajes, haciendo visible su voluntad para ubicarla como fundamento de la palabra y de la acción en la escena.

Es evidente que tanto en esta dramaturgia como en su respectiva interpretación predomina un componente de racionalidad en el que los medios se ajustan a los fines y las palabras a su referencia en la realidad. Así, el espectáculo resultante se nutre de las diversas peripecias que el enfrentamiento de objetivos produce en la trama, hasta su desenlace final.

Estoy formado en esta concepción del teatro de fuerzas que se oponen y señalan un objeto de conflicto en común. Ya sea como actor o como director la he recibido de mis maestros. Sin embargo, el tiempo, el trabajo y algunos otros asuntos que son más difíciles de nombrar (si es que acaso pudieran nombrarse) me han hecho descubrir otras formas de pensar el hecho teatral.

Por ejemplo, en la realidad constatamos a menudo -incluso tal vez más que lo deseado- que nuestra voluntad se ve cuestionada. Son esos momentos en los que no sabemos por qué ni para qué hablamos, nos preguntamos por qué hacemos lo que hacemos o por qué nos pasa lo que nos pasa. Es decir, el sentido aportado por una voluntad firme y decidida trastabilla, se agrieta, dejándonos en un estado de sinsentido e interrogación. No sé si eso pasa mucho en el teatro, pero en la vida ocurre frecuentemente.

Es decir que lo que nos encontramos a diario es que la voluntad como principio organizador del discurso entra en colisión con otro principio que en modo alguno se interesa por la palabra en términos de convención comunicativa. Podríamos decir que ese otro principio que escapa a la voluntad y la cuestiona no es sino el modo particular de satisfacción de cada uno de nosotros, ignorado por nuestra conciencia pero que, indefectiblemente, nos hace hablar más allá de ella.

Este principio -que obviamente podemos llamar inconsciente- produce discursos. Habla en nosotros. O mejor dicho, somos hablados por él. Donde perdemos el sentido, donde no sabemos qué estamos diciendo, donde la relación entre palabras y referencias se diluye, eso habla. Y no solo eso: es un discurso que habla de satisfacción. Algo de cada uno, si bien desconocido para la conciencia, se satisface en ese discurso. Algo de cada uno de nosotros se encuentra en ese sinsentido.

Una dramaturgia que considere esta cuestión aquí sucintamente expuesta, no implicaría entonces tanto un desarrollo de la palabra en su dimensión comunicativa, como intercambio convencional de ideas, sino que más bien presentaría un “diálogo de sordos” en el que la comunicación se subordina a la búsqueda de la propia satisfacción de los interlocutores involucrados, más allá de su voluntad y discernimiento.

Esta dramaturgia se haría eco no de lo que los personajes quieren decir sino de lo que en ellos dice y no saben que dice. Una dramaturgia hecha de ignorantes que sufren dicha ignorancia. O que tratan -en el mejor de los casos- de hacer algo con ella.

Así, al considerar la articulación de la satisfacción inconsciente a la palabra, abrimos una dimensión nueva, que más allá de las convenciones universales de la palabra como comunicación, deja entrever la singularidad de cada uno en su uso particular de la misma.

No es tanto el desarrollo de un conflicto de ideas que se saben sino el uso de dichas ideas -en tanto palabras- para la propia satisfacción, que no se sabe.