Destino
de lector
Por Román Podolsky
Ushuaia- Junio 2014
Siempre estoy leyendo. Desde que a los seis años mi padre me
regaló “Robinson Crusoe”, de Daniel Defoe y “Corazón”, de Edmundo D´Amicis, ambos
de la vieja colección de tapas amarillas “Robin Hood”, que a lo largo de mi
infancia fue colmando mi biblioteca.
Y desde entonces, como si mi padre me hubiera marcado con
ese gesto un destino, no dejé de leer. Soy de los que andan todo el tiempo con un
libro en la mano, soy de acumularlos en la biblioteca y sobre el escritorio o
la mesa de luz, soy de los que leen varios al mismo tiempo, de los que los llevan
a pasear cuando salgo, por si tengo que hacer tiempo en un café, o para hacer
más ameno el viaje en subte o en colectivo… Siempre con libros.
Siempre amé las librerías. Visitarlas
era un paseo obligado en mi adolescencia y en mis años de estudiante en la universidad
y también después. Me pasaba horas vagando por la avenida Corrientes, de
librería en librería, primero parado ante las vidrieras, contemplando
ávidamente las novedades ofrecidas y luego en sus salones siempre atestados de
tesoros que pasaban a ocupar un lugar en mi lista imaginaria de compras por
venir. Paseaba sin orden, y sin tiempo, yendo de la ficción al ensayo, del
ensayo a la filosofía, al teatro, la poesía, la psicología, y de vuelta a la
ficción.
Paseos entre libros. Paseos propiciados por los libros.
Paseos para encontrar el libro buscado y perderse en el paseo hasta que un
libro inesperado llegara al rescate y me llevara con él, para que lo siguiera.
En estos años en los que mi práctica teatral se ha
incrementado hasta volverse mi profesión, la lectura me permite pensar lo que
hago y me ayuda cuando escribo sobre ella.
Las lecturas son andamios en los que me sostengo y busco
elevar mi práctica, intento conceptualizarla. Son espejos en los que ella se
observa, incisivos bisturíes a los que su cuerpo expectante se ofrece para la
disección.
Apoyado en las lecturas escribo sobre lo que hago en las
clases y en los ensayos. Me dan la esperanza de que algo pueda establecerse en
un terreno frecuentemente resbaloso e inasible. Los escritos emergentes son la
huella de esos intentos de comprensión: certezas efímeras, tan entrañables como
pasajeras.
En estos días leo “La conversación infinita”, de Maurice
Blanchot. Una lectura que nunca se deja atrapar del todo. Sus palabras son
siempre sugerentes, en el sentido de ocultar mucho más de lo que expresan.
Parecieran estar allí escritas para anunciar lo que no puede ni jamás podrá escribirse.
Encuentro en este libro una referencia al pensamiento del
místico judío Isaac Luria, a propósito de la relación entre la creación y la ausencia
de Dios, o mejor dicho, de su renuncia, de su retirada, que la hace posible.
Dice Blanchot:
En efecto, fue Isaac
Luria quien , al interpretar una idea de la antigua Cábala, (el Tsimtsum),
reconoció en la creación un acto de abandono de parte de Dios. Idea importante.
Dios al crear el mundo, no pone algo más, sino en primer lugar algo menos. El
Ser infinito es necesariamente todo. Para que el mundo sea, es necesario que,
cesando de ser todo, le haga sitio, por un movimiento de retroceso, de
retirada, y “abandonando algo así como una región en el interior de él mismo, una
especie de espacio místico”. En otros términos, el problema esencial de la
creación es el problema de la nada. No de cómo algo es creado a partir de nada,
sino de cómo nada es creado, con el fin de que a partir de nada, haya lugar
para algo. Es preciso que (no) haya nada: que nada sea, he aquí el verdadero
secreto y el misterio inicial, un misterio que comienza dolorosamente en Dios
mismo; -por un sacrificio, una retracción y una limitación, una misteriosa
aceptación de alejarse del todo que es, y borrarse, ausentarse para no decir
desaparecer” (1)
Lo que me sucede al leer este párrafo es un ejemplo de cómo trabajan
las lecturas en mi interior: el párrafo me conmueve al recordarme lo que se
pone en juego al momento de la creación de esos mundos pequeños que son las
obras de teatro que hacemos.
Veamos. Lo que Blanchot nos ofrece en las palabras de Luria
podría interpretarse –yo elijo hacerlo- como una indicación para todo creador:
seguir el movimiento de la voluntad divina en su renuncia, en su abandono,
espejar nuestro trabajo en ese acontecimiento, pues crear sería ante todo ausentarse,
dar lugar a la nada, hacer la nada en ese acto de retroceso de sí, para que
allí, en ese lugar vacío, ocurra lo nuevo, la creación, lo inesperado.
Es una indicación poderosa, que irradia su fuerza hasta los
confines de nuestro territorio creativo. Para los actores, que deben lidiar con
el lastre de sus propios cuerpos y los ingenios y las torpezas de sus
personalidades ante la perspectiva de vaciarse para que surja el verdadero acto
creativo.
Y para los directores, que ante esta demanda de renuncia, se
enfrentan a unas condiciones de producción
y una tradición que esperan de ellos una presencia entendida como
saturación y clausura del vacío.
Propiciar la producción de nada es desde esta perspectiva una
tarea permanente: en tanto implica que el director sostenga esta actitud de
abandono, esta voluntad de “hacer lugar” en todo momento, ofrendando su renuncia para que surja la obra
y para que ella sea el testimonio de un vacío que permanece, en su mismísima
presencia.
¿Cómo ocurre que estas reflexiones, estos intentos de
articulación puedan volverse operativos para el trabajo? No parece algo
sencillo ni de traducción inmediata. Tal vez sea ése otro paseo. Por lo pronto me
contento con la afirmación de una perspectiva, un desde dónde mirar y ver el
trabajo., un modo de leerlo y articularlo.
Así, la lectura convoca al paseo imaginario donde se
establecen relaciones entre conceptos o entre conceptos y experiencias. Este
paseo escribe una experiencia dejando las huellas de su recorrido en un escrito
como éste. Y más tarde o más temprano la lectura volverá para interrogar dicho
registro, iniciando un nuevo paseo en el que el ciclo vuelve a comenzar.
NOTAS:
(1) Blanchot, Maurice: La
conversación infinita. Editorial Arena Libros. Madrid, 2008.