miércoles, 19 de agosto de 2009


La interpretación revisada
Por Román Podolsky
Mayo 2009

Texto leído en el Seminario Introducción a la lectura de J. Lacan: "Interpretación y transferencia", que dicta el psicoanalista Carlos D. García en la Escuela de Orientación Lacaniana


Detrás del personaje

Para comenzar, una pregunta.
¿Qué es lo que, cuando vamos al teatro, nos permite distinguir una buena interpretación de otra que no lo es? La respuesta que vamos a proponer es sencilla de decir, pero no siempre de lograr y es que una buena interpretación es aquella que no se nota. Está presente allí, desplegándose ante nuestros ojos y sin embargo no la advertimos, nuestra atención no está pendiente de ella ni del actor que la ejecuta. La buena interpretación es una dimensión oculta y silenciosa de aquello que vemos y oímos.

Por el contrario, desde el momento en que sentados en nuestras butacas percibimos la intención no siempre conciente del actor de exhibirse, la interpretación pierde allí todo su misterio, y el sueño de la ficción se desvanece, dejando ante nuestros ojos la torpe evidencia de una presencia que a nadie le interesa –al menos en lo que dura la función.

Indicios de esa presencia que está de más son por ejemplo: la afectación innecesaria del cuerpo y de la voz, la manipulación de las emociones, el cálculo del efecto de las propias acciones sobre el espectador, la tensión, la ilustración. En suma, interferencias que alertan al espectador sobre una interpretación que no logra hacerse invisible en el despliegue de la ficción.

Por lo tanto, la interpretación que se precie no solo será aquella que no se advierte sino que además hace pasar inadvertida la personalidad y las intenciones del actor que la ejecuta. Porque un buen actor, un buen intérprete, se niega a sí mismo actuando, desapareciendo tras el personaje y los actos de su personaje. En este sentido, la interpretación es mortífera: en su muerte simbólica, el actor crea un vacío del que surge el personaje. Y tal vez sea este singular acto de negación lo que esencialmente esperamos de la ceremonia teatral cada vez que acudimos a ella, más allá de las formas y los contenidos circunstanciales que la componen.

Ceremonia de negación y muerte pero también de afirmación y vida, en tanto y en cuanto el cuerpo palpitante del actor retorna a la escena bajo las vestiduras del personaje, para su propio regocijo y el de quienes asistimos a verlo y escucharlo actuar.

Y cuando esto no sucede así, como espectadores percibimos una estafa, una suerte de malversación de la ceremonia, en la que los actores, oficiantes que deben morir, no terminan de hacerlo mientras que los personajes, criaturas endebles hechas de sueños y discurso, no terminan aún de encarnarse en sus cuerpos prestados para la función.

En la famosa escena 2 del Acto III de Hamlet, el protagonista les da indicaciones a los cómicos que han llegado a Palacio para hacer su representación ante la corte. Allí les advierte que

“(…) no permitáis que los que hacen de graciosos ejecuten más de lo que les esté indicado, porque algunos de ellos empiezan a dar risotadas para hacer reír a unos cuantos espectadores imbéciles, aún cuando en aquel preciso momento algún punto esencial de la pieza reclame la atención. Esto es indigno, y revela en los insensatos que lo practican la más estúpida pretensión.” (1)

La cita muestra que a través de los tiempos, siempre se ha esperado del actor esa singular disponibilidad de prestarle su cuerpo y su voz a un discurso que no le pertenece, sin que en ello interfiera afán exhibicionista alguno.

Otro inglés, pero contemporáneo nuestro, el director Peter Brook, reconoce que por supuesto, toda actuación es ejecutada por una persona y en ese sentido es personal.
Sin embargo, afirma que

(…) es muy importante intentar distinguir la forma de expresión personal que es inútil y auto indulgente y esa otra clase de expresión en la cual ser impersonal y a la vez genuinamente individual son una sola cosa. (2)

En la búsqueda de esa distinción, Brook identifica una buena actuación con el trabajo de aquellos dramaturgos que no tratan de imponer sus propias ideas al material sino que se ofrecen como vehículos de su transmisión. Brook propone la obra de Shakespeare para fundamentar sus afirmaciones, señalando que

“”No es por nada que los estudiosos que se han desvivido por encontrar rasgos autobiográficos en su obra han tenido tan poco éxito en su intento. En realidad, no importa quién escribió las piezas, ni los rasgos autobiográficos que en ellas pudiera haber. (…) Porque no se trata –continúa Brook- del punto de vista de Shakespeare respecto del mundo, sino de algo que, en verdad, parece lo real. Y es índice de esto el hecho de que cada palabra, cada línea de diálogo, cada personaje, cada evento, tiene no solamente una amplísima gama de interpretaciones posibles, sino que la cantidad de interpretaciones posibles es sencillamente infinita. Lo cual es característica esencial de lo real. Diría que es ésta la característica esencial de toda acción llevada a cabo en el mundo real. (…) Lo que Shakespeare ha escrito no es la interpretación sino la cosa en sí misma”. (3)

Quizás de un modo algo exagerado, Brook afirma que la obra de Shakespeare se eleva de entre todas las demás al inalcanzable sitial de lo real del teatro, afirmación que tal vez nos dice mucho más sobre el propio Brook y sus gustos que sobre la obra de Shakespeare, desde que sabemos gracias al psicoanálisis que lo real es lo imposible a lo que no se llega, aquello que está más allá de una representación.

De todos modos, sus palabras nos hacen pensar que a veces, no muy frecuentemente, una buena interpretación no solamente es apreciada porque no se nota y porque borra eficazmente a aquel que la ejecuta, sino que además nos permite vislumbrar un territorio más allá de las palabras y de las personalidades, señalando un imposible que no se puede decir.

Es ese maravilloso instante en que la ceremonia teatral no solo se agradece y se disfruta sino que nos deja sin palabras, mudos testigos de la infinita magnitud de la experiencia humana.


Más allá del personaje

En las líneas precedentes hemos venido aludiendo sin mencionarlo a un término que, en el campo del arte dramático, es frecuentemente asociado al de interpretación, cuando no se lo utiliza directamente en su lugar. Nos referimos al término “representación”, esa acción de volver a presentar, de volver a hacer presente bajo determinadas circunstancias una ausencia.

La representación es otra forma de nombrar la interpretación del actor desde el momento en que la ausencia de los rasgos de su personalidad hace posible la presencia del personaje. O complementariamente, cuando sus actos permiten hacer presentes en la escena hechos, personas, objetos que están ausentes de ella. Es lo que hemos venido desarrollando hasta aquí pero que ahora vamos a revisar a la luz de las tendencias teatrales contemporáneas que la ponen en cuestión.

En efecto, en la actualidad y por distintas vías muchos creadores han ido avanzando hacia un teatro que tiende a deshacerse de la representación como principio orientador de la interpretación.

Es decir que en esta perspectiva, interpretación y representación ya no serían términos de uso indistinto, sino que bajo el término representación deberíamos reconocer ahora un modo específico de interpretar, cuyos efectos conducen a la producción de un teatro conservador y dominante.

Ricardo Bartís es uno de los principales creadores teatrales que en nuestro medio han desarrollado una crítica de la interpretación como representación. Dice el conocido director argentino:

Hay un teatro dominante, que es el teatro representativo. Un teatro psicológico que estructura un relato que se liga secuencialmente en términos de sentido, quiero decir de elementos causales (…)Un teatro con personajes y límites precisos tanto físicos como emocionales en relación con un modelo de lo real, de lo dado como real. Los personajes cuentan una historia, éste es su relato. El relato preexiste al cuerpo del actor. (…) entonces el trabajo del actor consiste en reproducir, representar o traer al espacio ese elemento previo a él. Un buen actor sería el que más se acercase a esa representación de ese sentido previo. Ese es el teatro dominante. (4)

El teatro que hace Bartís mantiene con el texto una relación diferente. No se trata de reconocerlo como la idea que preexiste. El texto no es un ideal al que hay que acercarse brindando una copia fiel en la escena. En el punto de partida de la creación teatral, el texto no ocupa un lugar predominante más que como una excusa, un estímulo para explorar sus resonancias en los cuerpos de los actores.

La interpretación es presentación, no representación. Es la presencia inmediata de los cuerpos, no revestida por el principio ordenador de un personaje. El texto se fragmenta, se rompe, dejando aparecer nuevos sentidos que surgen de la exploración que efectúan los actores a partir de él. Consecuentemente, se rompe el ideal de un yo que gobierna la escena. No es solo el yo del actor, su personalidad, lo que cae, sino también la unidad de sentido que hasta ahora aseguraban los personajes en la ficción. Se pasa entonces a un teatro en el que las fuerzas y las energías liberadas de la ilusión de una identidad preexistente, afectan el cuerpo del actor generando los más diversos estados e intensidades.

Dice Bartís:

Dentro del teatro (…) las pedagogías dominantes tienen una clara preeminencia yoica y una preocupación por la idea del ser en el sentido (y tienden) a reproducir dentro del teatro un ser (…) que tiene una identidad juzgable, medible, quiero decir, definible y por ende objetivable y controlable. La actuación (por el contrario) produce disturbios, erotiza los cuerpos. Plantea un gran nivel de genitalidad, sobre todo la actuación – yo hablo de estos temas y me pongo un poco nervioso- , porque solo la pasión puede defendernos, no hay razonamiento. (5)

¿Se diría que el teatro está respondiendo a un estado general de la cultura occidental contemporánea, marcado por la vacilación de los ideales y el ascenso, promoción y exhibición de los particulares modos de goce de cada uno?

Hay evidentemente una crítica del orden y de los principios que han ordenado hasta ahora el arte teatral, una intención de franquear sus límites, y en consecuencia la interpretación se orienta ahora hacia la promoción de los recorridos singulares que hace cada actor en su confrontación con el texto, recorridos que van dejando huellas en su cuerpo y en su expresión y que son concebidos como la búsqueda de una poética propia.

Agrega Bartís:

Trabajamos en otra dirección, no tenemos un texto que nos ampara, el texto es un disparador de asociaciones. Luego, nuestra preocupación es crear una máquina autónoma de producción de teatralidad, donde los límites de la actuación no están dados por ningún rol. No hay un rol, hay una fuerza, una energía y además una búsqueda del lenguaje del actor que permite que ese actor exprese con la máxima potencia su poética, dentro de una estructura dada. Tiene tanto peso el desarrollo de la poética de ese actor como la idea temática que debe desarrollar, en este caso, el texto. (6)

Si en la interpretación clásica lo que estaba en juego era que el yo del actor se ausentara de la escena y no obstaculizara el surgimiento del yo del personaje, en esta otra tendencia interpretativa lo que cuenta directamente es la disolución del personaje en beneficio de la irrupción de una serie de fuerzas que provocan estados que para el espectador contemporáneo son dignos de presenciar.

La interpretación se concibe ahora como la capacidad del actor para explorar, reconocer y demarcar una poética propia que involucre a su cuerpo, manteniendo con el texto una relación de tensión y cuestionamiento permanente.


Preguntas lanzadas

Más arriba nos preguntábamos si esta crítica de la representación no podría tener alguna relación con la crisis de los ideales en la sociedad occidental contemporánea, así como también con la pérdida de valor de la palabra y de la dimensión simbólica en general.

De ser así, estaríamos reafirmando la determinación histórica de la interpretación en el campo del teatro, ya que a cada época parece corresponderle un modo de interpretarla.


En aquella escena donde Hamlet daba indicaciones a los cómicos, se refería también al sentido último del arte dramático, expresando que

(…) tanto en su origen como en los tiempos que corren, ha sido y es presentar, por decirlo así, un espejo a la Humanidad;” (7)

Por cierto, cuando el espejo comienza a perder esta capacidad, hay algo de la interpretación que pide ser revisado. Ha pasado en todas las épocas y seguirá pasando sin dudas. Porque las diferentes formas de interpretar son preguntas lanzadas a la realidad de cada tiempo y cuando estas preguntas se transforman en respuestas, en principios establecidos que pueden estudiarse en las escuelas, pierden su eficacia y su poder crítico. Es el momento en que la escena deja de sorprendernos y salimos de ese teatro a buscar algún otro que mantenga vivo, el riesgo de encontrarnos con lo que somos.




Referencias Bibliográficas

1- Shakespeare William, “Hamlet”. Escena 2 Acto III Editorial Aguilar p. 251
2-Brook, Peter, “Provocaciones. 40 años de exploración en el teatro”, Ediciones Fausto ps.78/79
3- Op. Cit. ps.88/89
4-Bartís, Ricardo, “Cancha con niebla. Teatro perdido: fragmentos”. Edición de textos e investigación: Jorge Dubatti. Editorial Atuel/Teatro. P.118
5-Op. Cit. p.119
6-Op. Cit. p.120
7-Op.Cit. p.251

viernes, 7 de agosto de 2009

Lectura en la EOL

El martes 18 de agosto, a las 18:00hs voy a leer el artículo "La interpretación revisada" en el seminario que dicta el psicoanalista Carlos Dante García en la Escuela de Orientación Lacaniana.

Dicho artículo responde a una invitación que oportunamente me hiciera García para trabajar el concepto de interpretación en el campo del teatro. Este año el seminario que dicta se titula "Introducción a la Enseñanza de J. Lacan: Interpretación y transferencia".

Lugar: EOL (Escuela de la Orientación Lacaniana) Callao 1033 5to Piso. CABA

Aureliano
El amor habla


Artículo publicado en la edición de agosto de la Revista Mutis x el Foro

Conozco a Roxana Berco desde hace años, pero hacía tiempo que no nos veíamos.
Nos volvimos a encontrar el año pasado, cuando ella vino a ver Guardavidas. Al poco tiempo me llamó para explorar la posibilidad de hacer algo juntos y quedamos en encontrarnos.

En sucesivas reuniones escuché sus ideas y le conté el tipo de búsqueda que me interesa producir con los actores, mi intención de hallar en lo que dicen aquello que sorprende y que deja ver la singularidad de su personalidad. Cualquiera fuera la temática que acordáramos -le decía- lo que me importaba era que el trabajo quedara impregnado de su subjetividad, de su particular mirada, en diálogo con la mía. Seguimos hablando todavía un poco más hasta que surgió la cuestión del amor y allí nos dejamos de hablar y comenzamos a escuchar lo que este tema tenía para decirnos.

Porque el amor habla. Es una declaración de lo que le falta a quien la hace. Al hablar, el amor pide.

Todos lo sabemos, lo hemos comprobado en carne propia. Con cortesía o a los gritos, con cautela o desmesura, el amor pide. Y lo primero que nos pidió cuando nos pusimos a escucharlo fue un compañero de escena para Roxana.

Ella conocía a Mariano Pérez de Villa, un actor que además toca el piano y baila muy bien. Lo convocamos, se interesó rápidamente y ya éramos tres los sujetos del discurso amoroso.

Empezamos a improvisar. Ellos movían sus cuerpos y hablaban y yo tomaba notas. Escribía lo que iban diciendo en la escena, pero también lo que decían después, al reflexionar sobre lo que habían hecho. Muchas veces los mejores dichos surgieron de esos momentos en los que la ficción se estiraba más allá de las improvisaciones, se instalaba entre nosotros y ya no quedaba muy claro - ni importaba- si los que hablaban eran las personas o los personajes.

Así pasamos unos cuantos meses, extrayendo imágenes, textos y situaciones posibles. Estas “postales del viaje” eran cuidadosamente atesoradas en la memoria grupal hasta que decidiéramos qué hacer con ellas. Fue por esa época que Luciano Prieto y Yanina Leandra se sumaron al trabajo, el primero como asistente de dirección y la segunda como productora ejecutiva.

Ya consolidado el equipo y con material suficiente, nos abocamos a encontrarle la estructura al espectáculo. Habíamos estado trabajando sin fijarle a la acción un tiempo y un lugar determinados, ni siquiera un vínculo específico entre los protagonistas. Confiábamos en que el discurso amoroso iría estableciendo su propia forma, su tono y sus matices particulares. No queríamos forzar un orden desde afuera; éste debía presentarse ante nosotros con la evidencia de lo que es inherente al proceso mismo.


Y así, en un momento determinado, descubrimos que el personaje de Roxana (Greta) y el de Mariano (Aureliano) no estaban ubicados en un mismo plano de realidad, sino que mientras ella estaría presente, en relación directa con el público, él sería más inasible, como el signo de una ausencia que podía ser tanto recuerdo como fantasía, si es que recuerdo y fantasía pueden aislarse en estos casos.

Para reforzar esta idea, decidimos que Aureliano no iba a hablar. Su silencio encarnaría el vacío. Sería el contrapunto de las palabras que el amor le haría decir a Greta.

Más tarde apareció con nitidez el espacio en el que transcurriría la acción: un departamento casi vacío, de donde Greta, al comenzar la acción, está terminando de mudarse. Un espacio donde ya nada es lo que era y en el que su inevitable mutación permite vislumbrar ahora un vacío inexorable.

En este departamento, solo unos pocos objetos quedan esparcidos por allí. Cosas sin lugar, mitad recuerdo, mitad olvido. Y entre ellas, Aureliano, su piano, su música, su silencio.

En este espacio Greta se arroja a un improbable encuentro con Aureliano, motivada por el entusiasmo inagotable de su amor imperecedero. En lugar de estancarse en el sentimentalismo, la queja o la melancolía, ella busca hacer algo con ese vacío, lo bordea con palabras y acciones, juega con él. Y en ese juego va surgiendo de la nada lo nuevo, de lo esperado lo contingente. De la ausencia, Aureliano.

Convocamos a Alejandra Polito para diseñar el espacio y a Matías Sendón para iluminarlo. Ellos asistieron a algunos ensayos y nos pusimos de acuerdo en los criterios que guiarían su trabajo. Pero cuando finalmente llegamos al teatro donde finalmente estrenaremos (el Espacio Ecléctico, en San Telmo) surgieron las clásicas dificultades de adaptación a un espacio muy diferente al que estábamos acostumbrados. Como sucede en la mayoría de los casos, tuvimos que atravesar una etapa en la que los logros parciales producidos en la intimidad de la sala de ensayo se disuelven como espuma y pareciera que nada de todo lo hallado hasta el momento podrá recuperarse.

Por cierto, esos momentos también pasan y una vez concluida esa etapa de incertidumbre se tiene la sensación de haber franqueado la aridez del desierto o la inmovilidad de un pantano. Pareciera que es condición de la creación artística el hecho de que no hay obra sin el atravesamiento de alguna hostil geografía.

Hasta que en un ensayo el espacio finalmente se organizó, las acciones volvieron a acomodarse, los textos recuperaron su musicalidad y sus variados sentidos y la obra volvió a funcionar, encontrando su forma definitiva.

Quiero cerrar este racconto mencionando a algunos colaboradores que se sumaron sobre el final del proceso. En primer lugar, Mayra Bonard que aportó su mirada para asesorarnos en algunas escenas que tienen al movimiento y al lenguaje de los cuerpos como protagonistas. También Clara Ezcurra y su equipo de diseñadoras gráficas, que le dieron al proyecto su imagen pública. A Juana Ghersa que hizo las fotografías y a Walter Duche y Alejandro Zárate que ya están por estos días ocupándose de la difusión de Aureliano con la capacidad y el cariño acostumbrados.

Ahora solo nos resta estrenar.
Ojalá que a ustedes los haga hablar.



Román Podolsky